„En un artículo reciente para The New Republic, vertido al español por la revista mexicana Letras Libres, Mark Lilla cuenta que los filósofos de cabecera de muchos intelectuales y dirigentes chinos son Carl Schmitt y Leo Strauss. Del primero les interesa la crítica a la democracia parlamentaria, la defensa del estado de excepción y la polarización del mundo político en amigos y enemigos. Del segundo, la visión moderna de una aristocracia platónica, bien educada, que pueda salvar a Occidente -o más específicamente a Estados Unidos- de sus enemigos globales o de su propia decadencia.
Los ideólogos del comunismo chino, concluye Lilla, piensan su país como imperio milenario y no tienen apuro en comprender la democracia o el liberalismo. Les basta con Schmitt y Strauss, pensadores que describen la política como el arte del poder y la autoridad, de la amenaza y el contragolpe. Algo similar parece suceder en Cuba, a pesar de la pequeñez y la pobreza de esa isla caribeña. Uno recorre las publicaciones intelectuales, los discursos más ideológicos de sus dirigentes, los no pocos libros que se editan y los conatos de debate teórico que a veces se producen, y llega a la conclusión de que las élites cubanas no están interesadas en aprender cómo funcionan las democracias.
Para los líderes insulares la ideología ha sido siempre algo secundario -lo que no quiere decir que la desprecien como mecanismo de control social-. Lo decisivo siempre ha sido la tecnología del poder y, dentro de esta, un principio clave de la tradición jacobina y bolchevique, leninista y estalinista: la fabricación de enemigos del pueblo. Los comunistas cubanos no necesitan leer a Schmitt porque han leído muy bien a Lenin. Si algo han sabido hacer en el último medio siglo es convencer a buena parte de la ciudadanía insular de que existe un grupo de cubanos perversos, aliado incondicional de Estados Unidos, que desea la destrucción de la isla y su incorporación al país vecino.”